martes, 31 de mayo de 2011

Feminismo y narración: La casa árabe, de Ruth Pérez Aguirre


Este texto comienza, necesariamente, con un reconocimiento. En Tabasco parece cobrar fuerza una promoción literaria compuesta visiblemente por mujeres, lo que no debe dejar de apreciarse en el ámbito nuestro, tan dado a escamotear la mirada femenina sobre un mundo cada vez "menos ancho y más ajeno".

Integrada, en lo fundamental, por periodistas, maestras, investigadoras y académicas, dicha promoción escribe y publica por los medios que puede y los temas que aborda (en sí mismos, probables objetos de análisis futuros) constituyen para nuestra región un baremo literario de eso que estudiosos de las ciencias sociales han dado en bautizar, desde hace relativamente poco, como perspectivas de género.

Concepciones teóricas aparte, escritoras como Guadalupe Azuara Forcelledo, Soledad Arellano, Flora Salazar Ledesma, Leticia Rivera Virgilio, María Eugenia Torres Arias y Ruth Pérez Aguirre, entre otras, han querido incursionar en los terrenos siempre del todo inexplorados de los géneros narrativos, con resultados que habrá que ponderar, en su momento, a la luz de la relevancia y la consistencia de sus obras.

La casa árabe, novela de Ruth Pérez Aguirre (Mérida, Yucatán, 1954), editada bajo el sello del Instituto Estatal de Cultura, es un libro que no puede dejar de examinarse a partir de lo antes dicho. Hay allí una historia protagonizada por una mujer, Luz de María, alrededor de cuyas acciones la trama se desenvuelve y a través de las cuales el narrador da cuenta, desde el primer capítulo, de una visión peculiar de los sucesos detonados por un incidente carretero. Lo que sigue a ese incidente -las cercanías del amor clandestino y los pequeños actos que conectan a los  distintos giros del argumento- haría pensar al lector en una novela que plantea con realismo el tema de la infidelidad y de la crisis del matrimonio, pero termina siendo una tentativa prosística demasiado irreal y artificiosa.

La novela no es irreal por inverosímil; lo es por su construcción basada en escenas que avanzan lentamente, sostenidas por el lenguaje afectado de su escritura. Lo mismo, por extensión, puede decirse de los diálogos. En el texto los personajes parecen intervenir cada cierto tiempo para entonar premeditadas exclamaciones dramáticas, lo que evidentemente obstaculiza en la novela ese "zurcido"  fino que la conduciría a ser una imitación gozosa de cierta porción de vida.

Situada, gracias a escasas referencias geográficas, en las afueras de Villahermosa, la historia transcurre allí, pero bien pudiera ocurrir en cualquier lado. Geografía y trama no conforman, pues, un vínculo inequívoco para fines de la materia narrada, lo que lleva a que el espacio sirva sólo de pretexto para hacer que las acciones continúen. Una novela que debiera contener entre sus páginas elementos idiosincrásicos que involucren tiempo y lugar de modo convincente, acaba por incorporar el factor espacial sólo como  fondo decorativo.

La casa árabe puede ser vista, con todo, como una tentativa seria en Ruth Pérez Aguirre por hallar una voz entre el concierto de nuestra narrativa. Su extensión y su ambiciosa arquitectura capitular hablan de ello, tanto como el tesón de la autora por enhebrar historias que conmuevan y que nos cuenten, cada vez mejor, de ese mundo por momentos enigmático, fascinantemente complejo al que Rosario Castellanos bautizó de modo insuperable como "el eterno femenino".

lunes, 23 de mayo de 2011

Diario peligroso. Día 23.



Mi mujer ha traído a casa un par de cotorros. Los atiende, los mima y los consiente como quien tiene a su cargo dos traviesas criaturas. Los cotorros responden al amor de mi mujer con sus miradas. La miran como desde un fondo insospechado y, para mí, por momentos temido. Es claro que ese par de animales no habrá de renunciar -es imposible- a los dictados que su especie mandata, pero mi mujer se obstina en atenderlos como a dos hijos suyos. Me sorprende el amor y su fuerza en ese extraño diálogo de mi esposa con el par de psitácidas. Mirarlos descender de su jaula, buscarla cuando ella los libera, contemplar su extravío momentáneo en medio de la casa y escuchar sus graznidos camino al cautiverio se ha vuelto a últimas fechas parte de un aprendido ritual matutino. Por las noches, a mi regreso del trabajo, las dos avecillas me observan desde su jaula con una mezcla de miedo y extrañeza. Es curioso: llevan semanas mirándome entrar y salir por la misma puerta, acercarme hacia ellas para susurrarles cualquier bobada y aún creo ser para ambas un perfecto desconocido. ¿Sabrán algo de mí ese par de bolas de plumas verdes que yo mismo de mí no sepa?

jueves, 19 de mayo de 2011

Un poema*




Cuarto Acto

Un coso en la Sevilla esplendorosa. Un olor a fiesta y a tragedia.
La gitanilla ha llegado puntual a su cita con la locura,
con el desparpajo que festeja del matador hasta su nombre.
La gitanilla no sabe que hasta allí ha llegado también el rostro
de una pasión que se confunde con la infinitud de rostros en la plaza.
No sabe que ese rostro la persigue desde los tiempos
en que la soledad tenía otro nombre
y era el despecho una forma secreta del martirio.
                                                                   La gitanilla no sabe tantas cosas.
También ignora —por ejemplo— que una amenaza es la sombra
alargada de un cuchillo y que esa sombra es quizá el reflejo
                                                                            de un hombre moribundo.
De pronto, la sombra —y el cuchillo— cobran forma.
La gitanilla ha visto ya esa forma apenas asomada en el pozo sin fondo
de unos naipes, en el adivinar secreto de las cosas.
Ha visto la materia convertida en un soplo de vida, en un trozo de tela
arrancado al gran lienzo que exhibe la tragedia.
Escucha,
              presta atención a las palabras que llegan hasta ella como
alud en desenfreno, como viento que desperdiga su furia contenida.
Escucha pero no cede al ruego que la llama al borde del espasmo,
de la palabra que pronto ha de guardar silencio para volverse fuego,
                                                                  piedra rodante en un desfiladero.
Después de las palabras, todo será una inútil profusión
                                                                           de humo y de ceniza.
Hablará el cuchillo con su tronante voz desencajada
                                                               y callará el estruendo de la plaza.
Después de las palabras sólo la voz de los amantes silenciados
                                                                    hablará con su palabra muda.
Después de las palabras, esta plaza no será sino
 una inmensa sepultura erigida en honor a los amores imposibles.


* Basado en el acto IV de la ópera Carmen, incluido en el libro Arias, en proceso de preparación.