jueves, 23 de septiembre de 2010

El cuerpo o la búsqueda de la inocencia en Níger Madrigal



En un tiempo en que el cuerpo parece cada vez más un excluido del discurso poético, en medio de una posmodernidad transida de lo que cierta crítica ha bautizado como la “desterritorialización” de los cuerpos –en tanto productos incrustados a un ámbito logrero – la escritura de un libro como El cuerpo sitiado, de Níger Madrigal (Cárdenas, 1962), constituye un suceso afortunado dentro de la arriesgada trayectoria escritural de su autor. En sí mismo, el título es fiel a esa tradición literaria que ha encontrado en la aproximación estética a la forma humana un vehículo para la manifestación del placer y del dolor, lo que equivale innegablemente a la contemplación artística de sus posibilidades y sus límites. Eros y Tánatos en un diálogo perpetuo reproducido por el inmanente lenguaje del arte. A diferencia de esa gran vertiente erótica y hedonista que recorre buena parte de la literatura, desde los mitos griegos y judeocristianos hasta el boom del erotismo en los años sesenta, pasando por las obras cimeras del Marqués de Sade, Georges Bataille, Henry Miller y Anäis Nin, en El cuerpo sitiado no se celebra al cuerpo y su desnudez; más bien se lamenta su cercanía a los límites secretos de la muerte. Allí donde antes hubo brío y desmesura ahora sólo resta la memoria, la suficiente para mantener con vida a un cuerpo macerado por el tiempo y por el ritmo sigiloso –convulso– de la sangre. En el libro no hay, pues, de manera particularmente intensa en su primera parte, una conculcación del cuerpo; hay, más bien, una nostalgia adamítica por un pasado que empieza a ser remoto entre la inexorable marea de unos días francamente agónicos.

                                    ¿Y dónde el tiempo de los deseos consumados, la estación del
                                     instante que germinó cierto aroma de venturosa alegría, el calor de
                                     los miembros entregando sin excusas sus territorios frutales?

En medio de su riqueza represada, el lenguaje de El cuerpo sitiado guarda en su segunda parte un giro que funciona como contrapunto. El cuerpo y su demolición lenta y progresiva toma pronto la forma de una mujer que mira con ojos pávidos hacia la otra orilla del tiempo. El largo poema Mujer sentada en el umbral del último asombro corresponde, en última instancia, a la expresión humanizada y viva de ese sitio al que el libro alude y al que el cuerpo es sometido inexorablemente con la muerte.

                                      Tendida en su íntima isla de la que nunca ha logrado salir,
                                      se desliza entre dos abismos como el gran navío de Amarcord
                                      y entrevé esa larga travesía de la luz evidenciando a su paso
                                      los contornos que forman un esqueleto adivinado.

Con Bajo el signo de la voz, poema que inaugura el tercer apartado del libro, Níger Madrigal se interna en el terreno, siempre cenagoso, de la poesía que, sin ser del todo una poesía del yo, se vuelve diálogo y asunción de un nosotros comulgando bajo el peso inobjetable de la voz. Ésta adquiere un carácter polisémico, pues lo mismo connota a la voz poética (Hoy retrataré árboles/desde la cubierta de un barco de niebla y madrugada/ y daré gracias por el árbol de tu voz lleno de purísima garzas aún dormidas) que la voz de los amantes abrazados en un abrazo eterno de felicidad impostergable (¿Cómo escapo a tu palabra insomne y amorosa/si un acento llega desde tus labios/ dentro de una tempestad magnífica?). En el contexto subyacente de la relación del ser con la muerte, la voz de este poema no podría ser otra, por otro lado, que la muerte misma llamando desde los orígenes (Mi madre dice que no te ama,/aunque siempre te escucha dentro de una enredadera tenaz/sembrada en tierra advenediza como un cáncer./Es media noche y todo zumba/hay un trapecio en la oscurana/donde tu voz se mece y luego salta).

Cuando se llega a Veneración por los objetos, el penúltimo poema fragmentario del volumen, uno no puede menos que recordar al célebre soneto Las cosas, de Jorge Luis Borges.

                                         El bastón, las monedas, el llavero,
                                         la dócil cerradura, las tardías
                                         notas que no leerán los pocos días
                                         que me quedan, los naipes y el tablero…

                                         Durarán más allá de nuestro olvido;
                                         no sabrán nunca que nos hemos ido.

Como en Borges, el sentido de los versos de Níger Madrigal es la fatalidad de los objetos, el límite que establecen alrededor de aquel que los posee. Si los anteojos, el bastón o el despertador están allí en la realidad por ser parte de un mundo que, desprovisto de palabras, corre el riesgo de permanecer falto de significaciones, la poesía, parafraseando a Michel Foucault, les restituye su lugar entre el gran teatro de las imágenes y los símbolos. La poesía, pues, nombra y al nombrar hace posible la existencia de lo que antes pudo haber pasado como simple materia inanimada.

                                      El cuerpo insomne flota entre objetos
                                      y los multiplica para invocar el sueño,
                                      donde también ellos habitan etéreos
                                      en la fragilidad de una invención inesperada.
                                      El cuerpo sitiado se convierte en objeto descompuesto, irreparable,
                                      conquista un territorio de la casa para instituir
                                      su lenguaje de masa inanimada,
                                      y tal vez en ese sitio, olvidar sea la dulzura,
                                      el principio del regreso al país que ha extrañado.

No es curioso que El cuerpo sitiado culmine con un poema destinado a funcionar como autorretrato. En tanto modalidad de autorrepresentación del cuerpo, el retrato propio es una práctica extendida en el arte y la literatura que ha dado lugar a, por lo menos, dos posiciones opuestas entre sí. Por un lado, la que mistifica y universaliza el cuerpo hasta hacer de él una caricatura; por otro, la que desconstruye las verdades adoptadas como tales a la hora de aproximarse a la propia figura. La primera supone que el cuerpo autorrepresentado es una manifestación que puede generalizarse y anular lo diverso en pos de una supremacía del yo; la segunda procede a partir de la crítica y el pensamiento. Desde la óptica de esta postura, la auto-apreciación del cuerpo está en función de las construcciones culturales vigentes y de los valores simbólicos que condicionan su aceptación o su rechazo. En Retrato autobiográfico en técnica mixta, Níger Madrigal apela a su oficio paralelo de pintor para dibujar su historia mínima. Lo hace desde el conocimiento de que será imposible retratarse sin falsear la verdad que su propia mirada impone. Escribe entonces:

                                     En fin, tomo paleta y pincel
                                     y hago el primer trazo sobre el lienzo de mi historia tensa.
                                     Veo mi rostro en el espejo:
                                     es el rostro que contiene la brevedad del tiempo
                                     consumido de golpe ante el asombro,
                                     es el rostro de un hombre insomne y traslunado
                                     donde alguna vez estuvo un niño
                                     que corría descalzo por los arrozales
                                     en la pepena de espigas despreciadas por los cosechadores.

Acaso en este autorretrato hecho de letras esté la clave de El cuerpo sitiado. Si el poeta ha discurrido sobre el cuerpo –el cuerpo de cualquiera que será, en última instancia, su propio cuerpo– será porque la idea que de él tiene se resuelve en un orden monádico, donde todo halla un lugar si es el lenguaje de la poesía el que lo expresa. Surcados por el afecto, el dolor, los instantes precisos que fraguaron un rostro y por la infancia gozosa que un día terminó por escabullirse, los versos del retrato que Níger Madrigal perfila de sí mismo iluminan con justeza los otros poemas del libro. “Todo hombre busca volver a su inocencia”, se lee hacia el final de El cuerpo sitiado.

Cierto: la inocencia capaz de retirarle al cuerpo el sitio de la muerte y de su infame afrenta.

El presente texto habrá de servir de prólogo al libro El cuerpo sitiado, de próxima aparición bajo el sello de una editorial chiapaneca.

martes, 7 de septiembre de 2010

Tabasco: el sitio de las aguas



La imagen es, más o menos, la misma. Los miles y miles de costales, como remedo de muralla improvisada, bordeando una ciudad que se resiste al embate de las aguas. Las familias que han visto en sus hogares la invasión lenta, y en no pocos casos, sorpresiva de los ríos y el consecuente éxodo, la salida forzada y dolorosa hacia el albergue, ese supremo refugio de desamparo democráticamente repartido. La imagen que, en honor a la verdad, tendría que contar con las figuras de cientos de efectivos del ejército mexicano y de la armada ejecutando el ya recurrente plan DN III, corresponde a una opulenta –al tiempo que miserable– Villahermosa, capital del otrora “laboratorio de la revolución”, como alguna vez dijera de Tabasco el presidente Cárdenas. Enclave de un territorio en el que han convergido estrategias de toda laya –crecimiento monoexportador, desarrollo agroindustrial y un abusivo aprovechamiento petrolífero– la festiva capital conserva en su memoria el recuerdo traumático del 2007 y se prepara –por momentos se resigna– para una eventual irrupción violenta de sus ríos.

La imagen no muestra –no podría– que la mediana urbe que antes se llamó San Juan Bautista sufrió durante el siglo XX inimaginables estragos causados por el agua; mucho menos da idea del Diluvio de Santa Rosa, acaecido en 1782, según noticias del escritor tabasqueño Jorge Priego Martínez. En su absoluta inmediatez, la imagen es fiel y descarnada: una ciudad se debate entre corrientes y de ese ubérrimo edén tan festejado sólo quedan noticias de tiempos, inundados también, pero felices. Desalojos, filas interminables de personas y de automóviles, albergues rebosantes de desvalidos, militares repartiendo su orden como quienes reparten un horror metódicamente controlado se suman a la imagen que se expande. Entonces los artistas, los poetas del trópico se levantan. “La confusión de Babel, el grito de Edward Munch, el diluvio de Noé, la hambruna somalí, el bullicio de Sodoma, el circo y el teatro de la política”, ha escrito el poeta cunduacanense Teodosio García Ruiz en un desesperado intento por explicarse a sí mismo lo que ocurre.

No, no es que la imagen falsee la zarabanda de las aguas. Ocurre que en Tabasco decir inundación no es exactamente lo mismo que decir creciente. La primera es un signo de los tiempos; la segunda es un modo particularísimo de decir que el trópico nos acompaña. Se inunda lo que se estraga, lo que sucumbe y se devasta. La creciente, en el lenguaje del tabasqueño, entre tanta destrucción, construye: es fuerza en estado salvaje que alguna bendición habrá de repartir tras su furiosa acometida. Respecto de tan sutil distinción, es pertinente citar el siguiente fragmento recogido por Jorge Priego Martínez, tomados de una crónica publicada en 1868 en el diario El siglo XIX, de la ciudad de México:

La hospitalidad en esta capital es franca, y todas las familias que tienen la dicha de no ver ocupadas sus casas por las aguas de la creciente no han negado su aposento a las familias necesitadas, sin mirar a su estado y condición. La policía y los presos, movidos por el jefe político C. Florencio Grajales, no ha cesado de acomodar a las familias pobres en las casas desocupadas, en los edificios públicos y particulares. Se han dirigido expediciones a las riberas inmediatas, para recoger a los pobres desvalidos que carezcan de todo auxilio.

Pasado el tiempo de las crecientes, Tabasco vive ya los años francos de las inundaciones. Lo que es lo mismo que decir que el cambio climático nos alcanzó y que somos, así, contemporáneos de todos los pueblos inundables del orbe. “Irse al agua”, en Tabasco, es inundarse, padecer la intromisión exacerbada de ese trópico que ha mudado de facciones y que, siendo igual a aquel infierno de calor y de mosquitos del que se lamentaba Graham Greene en El poder y la gloria, es muy otro en su fuero de trópico saqueado, mutilado, salpimentado de experimentos fallidos, tan ambiciosos de progreso.

La imagen, por lo tanto, bien pudiera ser la imagen que ha llegado, al fin, para quedarse. La de los tumultos, la de las troneras y los bordes inservibles a lo largo de las riberas, la de los gobiernos demasiado grandes ante los problemas cotidianos del hombre medio, pero también demasiado pequeños ante la magnitud de una tragedia que, completamente, los excede. En la Villahermosa del siglo XXI, la muina y el desconcierto reflejados en el rostro de un habitante llamado Legión en nada se parecen a la bullangería y la algazara de aquel que, en la San Juan Bautista de principios del siglo pasado, aceptaba el azote de los ríos con la humilde resignación de un habitante de las tierras bajas.

Tal vez, después de todo, no haya una imagen para todo esto. Tal vez sólo palabras. Palabras luminosas como éstas: “Tabasco es obra del agua –escribió Julieta Campos en su Bajo el signo de Ix Bolon–…son sus tierras aluvión que muda de rostro sin tregua y, con su mudanza, marca la biografía de los hombtres.”