jueves, 22 de abril de 2010

Monsiváis a medias

De un diario me preguntan, con vistas a la reciente convalecencia –en un hospital de la Ciudad de México– de Carlos Monsiváis: ¿qué opinión le merece la obra de Monsiváis? Entiendo que quieren decir que si lo he leído entre líneas para extraer de ellas la esencia de un autor que se supone irremplazable. Sospecho que sí, que lo he leído. ¿O habré leído lo que se supone que de él debe ser leído? A saber: que si es un cronista deslumbrante, que si su popularidad es comparable a la de un ídolo o que si su "ubicuidad" encarna la de uno de nuestros más grandes hombres de letras. Si a esas vamos, entonces sí, todo, casi absolutamente todo lo predeciblemente escrito sobre Monsiváis, lo he leído. Ahora bien, el problema con el autor de Días de guardar y de A ustedes les consta es que se corre el riesgo de leerlo a medias. O con el sesgo que su figura –ostensiblemente manifiesta– introduce de forma inevitable. De Monsiváis puede esperarse que sea un autor de izquierda, que inventaríe los días y el caudal de hechos que nimban el cielo urbano de México; puede pedírsele que opine sobre cuanto hecho político acontezca o que perfile con sorna la crítica de determinado personaje expuesto a la opinión pública. ¿Podrá esperarse de él la más honesta y libre de las posturas intelectuales? ¿Podrá evitar la afectación al que su mediática consagración en cierto modo lo condena? Bien haríamos los lectores de Monsiváis, como pago a la valía de sus crónicas, de sus ensayos y sus antologías, en leer su obra con el rigor y la extensión que, desde tiempo atrás, merecen. Afirmar que es un autor de “ocurrencias” sin ideas –como afirmaba Paz– equivale, igual que el hecho de entronizarlo acríticamente, a ignorarlo, a despreciar la otra mitad que no aparece en sus gracejos ni en sus muy celebradas ironías.

domingo, 18 de abril de 2010

Réquiem por un viejo lobo emigrado a las estepas: Angel Eleuterio Aguilar, In Memoriam

Si la última información que sobre usted he recibido es cierta, usted, Ángel Eleuterio Aguilar, ha muerto a principios de este mes por un viejo mal que lo aquejaba. Ha muerto sin que mucho se supiera de sus males. Sin que se le hubiera visto por los alrededores que no hace mucho frecuentaba. Usted que, como un Robert Musil o un Alain Robbe-Grillet quiso cambiar su oficio ingenieril por las letras, de repente ha dejado sus papeles como aquel boxeador que, sin más, cuelga los guantes. ¿Y quién le dijo a usted que era sencillo fatigar papeles con palabras? ¿Y quién lo convenció de ser poeta? Usted no era poeta, mi buen Ángel, y sin embargo libraba con su pluma las batallas que su espíritu rebelde peleó como un hidalgo. Y ahora que su ausencia difumina sobre la tenue estela que tengo de su imagen una sombra, ahora que esa sombra se asemeja desvergonzadamente a la añoranza, una sola certeza me rasga la memoria: usted era mi amigo. Usted que era mil años más rico en experiencias y en desaires; usted que desafiaba los modales y las buenas maneras de allegarle a uno la fortuna. ¿No era usted, acaso, un enemigo de las “vacas sagradas”? ¿No fue usted el que, desenfadado y loco, renegara de lo pontifical, del gesto adusto de las autoridades de su gremio? Ah, ingeniero Aguilar. Tras esas luengas barbas escondía usted a un subversivo. Quiero decir: escondía usted toda su vida que tuvo épocas mejores. Escondió a sus mujeres, a los hijos e hijas que quizá nunca le acompañaron porque ¿qué otra cosa elegiría usted para vivir sino esa su soledad bien aprendida? En esa soledad nació su libro. Los poemas de Una tentación para acercarse al diván no parecen ser poemas; son como trozos arrancados a una música –atonal, inextricable– muy suya, apenas compartible con quien no poseyera su código secreto. De modo que, ahora que ha emprendido el viaje que lo ausenta de modo irremediable, lo imagino oteando las estepas que, como un muy buen lobo habituado a las lindes desérticas, usted atravesará y habitará sin trauma alguno. Lo imagino morando jubiloso, mirando a las estrellas para estampar en cualquier parte su dicha y su nostalgia. Usted que fue muchas cosas. Usted que, entre otras cosas, fue mi amigo.

sábado, 10 de abril de 2010

Ars Poética

Todo comienza con una palabra. Cualquiera. En realidad, cualquiera que me comunique un sentido. Mejor: más que un sentido, talvez una idea musical cuyos compases son dictados a tientas por mi respiración –o por los latidos de un corazón ansioso como el mío. En este punto también podría decir que soy poundiano, que procuro tratar “la cosa” sin rodeos, que escatimo en detalles y adjetivos, y que la música debe llevarme de aquí y de allá, sin más orden que el que la cadencia quiera. Fiel, por otro lado, a la frase del legendario Pope, que siempre quiso que el sonido fuera una especie de “eco” del significado, me apresto a recorrer las cimas y los valles del poema, sabiendo que el abismo acecha. Sí, el terco abismo, enfundado en las ropas de lo falso. Quiero decir, arropado en aquello que está lejos de lo que en realidad me constituye. A propósito de esta idea, hace ya algunos años escribí estos breves versos:

TRAICIÓN

Releo el verso hecho
y al tiempo me digo:
¡No puedo ser eso!

La poesía estará en el poema que hable de mí o no estará en ningún lado. Quizá pueda ensayar esta simple afirmación como la esencia misma de mi poética. Ninguna otra cosa me parece, por cierto, tan verdadera.